Madrid. Diciembre de 2014. Navidades. Un manto frío como cueva de oso se extiende por la capital envolviendo a los transeúntes en un tiritante devenir. Mis pasos se encaminan hasta un reconocido Café donde, para aprovechar mi desplazamiento navideño, he quedado con una amiga de esas de toda la vida. La iluminación navideña resplandece y siento que camino por un adornado abeto gigante que, de no ser por el frío, bien podría situarse en el salón de cualquier domicilio. Ya he llegado.
Un clinclín campanillero acompaña mi entrada en el abarrotado café y una bofetada de calor me estremece de placer mientras busco con la mirada a mi amiga o, en su defecto, una mesa vacía.
Encuentro lo segundo y me lanzo como un poseso a ocuparla, siendo consciente de la alta cotización en el mercado, a estas horas, de una mesa vacía calentita en un café de Malasaña. No tengo que esperar mucho. Detrás de treinta y dos perfectos dientes sonrientes llega mi amiga y nos saludamos en la distancia mientras se acerca, pertrechada de abrigo, bufanda, gorro, mochila y esgrimiendo en una mano, como espada láser de Skywalker, su iPhone 4.
Pero el aciago destino nos tiene a veces reservado un doloroso revés y cuando mi amiga ya casi ha llegado a mi altura, un requiebro para evitar una silla desestabiliza considerablemente su bien llevada verticalidad y al corregirla bruscamente su teléfono pierde el contacto con su mano y tras varios y graciosos giros se estampa ruidosamente contra el suelo.
Todo muy lento. Nos miramos. Lo miramos. Está boca abajo. Casi puedo notar como una plegaria de súplica al cielo se escapa de entre sus labios mientras se agacha a buscarlo. Porfavorporfavorporfavor… La realidad devuelve cruelmente al ateísmo a mi amiga. La pantalla está hecha añicos. La desesperación y el caos se adueñan de ella. Miradas de pena nos miran solapadamente desde las mesas adyacentes. Se le escapa un mecagüendiez, o en veinte, no recuerdo. Perosilotengotodoaquinopuedeserayayayayyy.. La historia, para no dilatarlo más, tiene un final feliz. No hay daños irreparables y tras un cambio de pantalla y 60€ todo vuelve a su sitio. No creo que quiera volver a quedar conmigo.
Sirva esta pequeña historia, por otro lado completamente real, para intentar poner sobre la mesa las dos corrientes de pensamiento que existen sobre qué hacer en el momento en que desempaquetamos nuestro teléfono nuevecito. ¿Le ponemos funda o no? Intentemos analizarlo.
Tenemos un producto precioso. Unas líneas estilizadas. Un tamaño milimetralmente diseñado, que no ha nacido para ser cubierto, sino exhibido. En un principio sería incongruente taparlo, como lo sería ponerle una funda a un reloj, una tele, un coche, un pantalón… ¿os imagináis? que compraras un coche nuevo y lo cubrieras con una funda diseñada para él… en fin.
Nos hemos dejado una pasta en el teléfono y no queremos que se nos estropee, así que lo tapamos para evitar daños y el resultado final es que no disfrutamos de la experiencia de tener el teléfono tal y como fue concebido para ser usado. De poco ha valido que los ingenieros de Apple se estrujen los sesos para disminuir 0,2 milímetros el grosor del terminal, si le acabamos poniendo una funda de 0,8. Nuestra experiencia de usuario se ve afectada por ello.
¡Es que yo no quiero que me pase como a tu amiga! diréis algunos, sin saber que mi amiga también tenía una funda puesta. Y de esas gorditas de silicona que absorben impactos y blablabla.. Que sí, que una funda no te garantiza la inmunidad en cuanto a golpes, aunque en muchos casos los mitigue considerablemente. Locos botarates nos parecen los que van con sus iphone ‘naked’, aunque sean ellos los que lo usan como se debería. ¡Como se te caiga!, argüimos, pero sinceramente, ¿cuántas veces se nos cae el teléfono?. ¿Estamos seguros de que esa funda nos salvará?
Yo ahora no lo estoy tanto, máxime con esas pantallotas de nueva generación.
Yo al iPhone 6 le he puesto la funda de cuero de Apple nada más desempaquetarlo, pero estoy pensando seriamente desnudarlo y disfrutar de él al 100%. ¿Qué opináis?